Los deportistas de élite que triunfan son los grandes héroes de nuestro tiempo. Admiramos y loamos sus espectaculares hazañas y podemos llegar a pensar que son perfectos, invulnerables, que su fortaleza mental es ilimitada y motivo de inspiración para los mortales que los adoramos, y que, por tanto, siempre hay que esperar de ellos ese rendimiento excepcional que los hace (casi) dioses. El problema, en muchos casos, es que para responder a esa excelencia que los demás esperamos, ellos mismos se sienten obligados a rendir a un nivel muy alto cada vez que compiten en un calendario cargado de torneos, sin apenas tiempo para desconectar y recuperarse emocionalmente del esfuerzo realizado.
La exigencia y la presión continuas para rendir al máximo requieren de los deportistas un sobreesfuerzo psicológico casi permanente, y este, a pesar de que se trata de personas mentalmente fuertes, provoca un desgaste progresivo que puede desembocar en agotamiento mental y en enfermedades psicopatológicas. Entonces es cuando descubrimos que no son esos dioses que idolatramos, sino seres humanos que como tales son emocionalmente vulnerables y pueden sufrir problemas que afectan a su salud mental. ¿Qué problemas son esos? Sobre todo, la ansiedad y la depresión, dos enfermedades graves que hay que distinguir de la ansiedad y el desánimo que podemos sufrir en el día a día como respuesta a situaciones cotidianas que nos afectan.
La ansiedad, con o sin ataques de pánico, puede desarrollarse a partir de sentirse impotente para asumir y conseguir los exigentes retos que el deporte plantea. Esto se puede deber al agotamiento mental que acabo de señalar, los objetivos poco realistas, contratiempos graves u otras experiencias adversas que debiliten la autoconfianza y la autoestima. Los síntomas fisiológicos (palpitaciones, temblores, vómitos, insomnio…) y sobre todo cognitivos (preocupación, angustia, miedo, culpabilidad…) están casi siempre presentes, provocando un sufrimiento enorme que el deportista en gran parte alivia cuando evita o escapa de las situaciones deportivas más comprometidas. Lo malo es que la evitación y el escape, sin el apropiado tratamiento, si bien alivian a corto plazo, fortalecen la enfermedad en lugar de debilitarla. La depresión puede coexistir o relevar a la ansiedad cuando el deportista percibe que no puede evitar ese sufrimiento si continúa enfrentándose a los retos deportivos, y eso le hace sentirse mal consigo mismo, y su idea perfeccionista de sí mismo, de persona fuerte e invulnerable se derrumba.
La depresión también puede desarrollarse tras los éxitos importantes, cuando los deportistas se quedan sin objetivos que les interesen lo suficiente, dejan de valorar lo conseguido y perciben que no podrán responder a lo que ahora se espera de ellos. Es (relativamente) frecuente tras la retirada después de una trayectoria exitosa, lo que explica algunos casos graves que han derivado en suicidios. Por supuesto, estas enfermedades también pueden presentarse a partir de problemas extradeportivos (pérdidas de seres queridos, divorcios…) sobre todo si se añaden a otros propios del deporte.
¿Soluciones? En primer lugar, es importante el trabajo preventivo de los psicólogos antes de que estas enfermedades se presenten. Los deportistas deben aprender a desconectar mentalmente y a desarrollar habilidades para controlar sus expectativas y gestionar el estrés que está presente en su actividad. Y una vez que la enfermedad está presente, es necesario ponerse en manos de psicólogos clínicos, preferiblemente con experiencia con deportistas. Una cosa es pasar por una mala racha emocional y otra tener una enfermedad mental. Cuando esto último sucede, hay que tomárselo muy en serio y acudir al especialista.
Chema Buceta es doctor en Psicología, profesor y director del Máster en Psicología del deporte de la UNED y entrenador de baloncesto.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites